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Diario de marear

Errancias hogareñas
Errancias hogareñas

Empecé a llevar en un cuaderno el registro de los libros leídos después de casarme. A finales del siglo pasado, pasé esa lista a un documento Word; la innovación tecnológica marcó cambios importantes en el registro, pude buscar con facilidad en qué año leí determinado título. Leo por familias y afinidades; cuando abordo un libro nuevo, averiguo por Internet las lecturas mencionadas o influencias del autor, las rastreo y quedo al acecho de sus futuras publicaciones. Más atrás de mi casamiento, salvo autores grecolatinos, del Siglo de Oro y grandes novelistas, todo queda confiado a mi memoria.

De ese incierto y caprichoso registro ─incierto por ignorado, caprichoso porque los recuerdos afloran cuando se les antoja─, rescaté dos libros que no tenía anotados, los leí a los ocho o nueve años por primera vez, y siguieron infinitas lecturas. La primera fue allá por el '56 o '57, cuando una epidemia de poliomielitis obligó a los niños a recluirnos tres semanas en casa a un régimen de agua y verduras hervidas. Los primeros días fueron un infierno, de nada sirvieron libros, juguetes y microscopio, por cuya platina pasaron los cadáveres de las hormigas, arañuelas y algún que otro mosco que sobrevivía al invierno como podía entre las hojas secas de las macetas. Clamaba por una salida a la calle, nada podía apaciguar a un monstruo sin hermanos mayores de los que recelar ni menores para tener bajo su férula. Hasta que un día, mi padre llegó con dos libros que me hicieron olvidar del mundo fuera de mi prisión hogareña y me llevaron a nuevos universos, más que literarios, existenciales.

El primero Un paseo por la casa, de M. Ilin que, según me enteré no hace mucho, era el seudónimo de un ingeniero ruso; hace dos lustros lo encontré por Internet, no más ver la foto de la portada supe que era el mismo que me había traído mi padre, editado por la extinta Editorial Calomino de La Plata en 1949. Como el título lo indica trata sólo de eso ─pero supera al viaje de los Argonautas─, un tour guiado por la casa, empezando por cañerías de agua y gas, estantes de la cocina y la alacena. Historias que hablaban de la química de la cocción de distintos tipos de alimentos, fósforos, materiales y técnicas con que se confeccionaba y servía la comida: ollas, cubiertos, vajilla. Seguía por el cuarto de estar, la biblioteca y la historia de la escritura en tabletas de arcilla, pergaminos, papiros, el papel y la imprenta. Luego saltaba a los relojes: clepsidras, de arena, de péndulo y de muñeca. El fin del viaje, el dormitorio: el espejo del ropero y la historia de la fabricación y soplado del vidrio, de allí a las prendas del armario y diferentes tipos de tejidos.

“Sésamo ábrete”, ese libro me influyó en dos direcciones. Una, de repente, la prisión hogareña se transformó en un palacio encantado lleno de secretos y tesoros, me interesé en seguir los pasos de mi madre con ollas y sartenes di mis primeros pinitos de chef, debuté con mis primeros tucos y tortas fritas. Como recordaba haber visto a mi padre cambiar los anillos de cuero de un grifo, me empeñé, bajo su mirada, en hacer otro tanto. Además influyó en la elección de mi colegio secundario.

El otro libro que devoré en esas tres semanas fue la pasteurizada Mitología griega y romana de J. Humbert, al igual que Un paseo por la casa literalmente desintegrada luego de infinitas lecturas, y a la que reencontré hace años en una librería de Quito, pero en otra edición, de Gustavo Gili Mexicana. Con Humbert entré en el Olimpo y sus vecindades y nunca más volví a dejar ese barrio.

Al poco tiempo devine lector de la revista “Mecánica Popular” que coleccionaba un vecino, a la par que crecía mi familiaridad con los clásicos grecolatinos, de Homero y los que sobrevendrían hasta finalizar en, este siglo, con Luciano de Samosata. De manera paralela: Cosmos, Los dragones del edén y los dos volúmenes de Historia de la Tecnología de Kranzberg-Purcell.

Estas errancias hogareñas, con los años me llevaron a senderos inesperados que me han traído hasta el presente. La primera fue el bachillerato con formación en química y, en el Liceo Agrícola y Enológico, cuando empecé a cursarlo vi que incluía formación humanística ─uno de los pocos secundarios donde se enseñaba latín y cultura grecorromana.

En la secundaria, con mis compañeros, al igual que alumnos otros colegios, aunque, sin duda, no tan hiperbólicos como nosotros, celebrábamos los fines de curso, navidad y año nuevo con explosiones, con el agregado de nuestros saberes en química. Salvo algunos fuegos artificiales nocturnos, jamás recurrimos a la pirotecnia tradicional sino a nuestros entrañables "tornillos". En realidad eran pernos de 3/8 de pulgada ─sólo se conseguían en algunas ferreterías especializadas─ a los cuales desatornillábamos la tuerca hasta la última vuelta de rosca. Poníamos en la cavidad un preparado de clorato de potasio y azúcar glas en partes iguales y, cuidando que la mezcla se repartiera en el intersticio helicoidal de la rosca del tornillo y la tuerca, atornillábamos la tuerca hasta que llegaba a la punta roscada del perno. Paso siguiente: estrellar el bulón contra las baldosas de la acera; una llamarada coincidía con el wagneriano estruendo.

Los pasos de estas hordas artificieras eran rastreables ─no por miguitas de pan como Hansel Gretel─ nuestro hilo de Ariadna eran las huellas de las explosiones sobre las baldosas. Las pacientes mamás de aquellas décadas sabían que, si bien algo tenaces, estas manchas pardo amarillentas con bordes negruzcos salían, y evitaban limpiarlas hasta que nuestro furor pirotécnico se aletargaba. Participé de estas tropelías durante los seis años de secundaria y no registro en mi memoria quemados, mutilados, o tuertos como los que proliferan en las estadísticas de radio y televisión durante las fiestas de navidad y año nuevo.

El próximo paso fueron dos años de ingeniería química. A finales del segundo vino la influencia de Mitología griega y romana de J. Humbert, cambié por la carrera de Letras y me recibí. Ya graduado, volvió un recuerdo del Liceo Agrícola años después, en un bar de Boston descubrí el dry martini ─hasta ahora coctail aparece en dos de mis novelas─, “Stirred, not shaken”, como pidió por primera vez el double o seven, en Casino Royale y no “Shaken, not stirred”, licencia poética cinematográfica en la película homónima y que responde a efectos auditivos.

 





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